miércoles, 26 de mayo de 2010

Fragmento de Senderos

Senderos es el título de la nueva novela que estoy escribiendo y que ya está bastante avanzada porque estoy a punto de cruzar el umbral de las 200 páginas, aunque aún queda mucho camino para verla terminada.


Mientras tanto, se me ha ocurrido subir al blog un pequeño fragmento para presentaros un poco a los personajes, aunque este cachito es un pelín surrealista y no sé si os enteraréis de mucho... precisamente por eso lo he elegido :), para no dar demasiadas pistas pero para que conozcáis un poco (y os vayan sonando) el nombre de los protagonistas.





El contorno impreciso de una silueta humana aguardaba al fondo del largo y oscuro pasillo. Resplandecía en medio de la oscuridad, como si tuviera luz propia, y Erin podía ver a través de su transparencia y de sus difusas formas de mujer. Su cualidad inmaterial y aquellos luminosos ojos verdes que como dos faros en la noche la guiaban en el camino, la miraban fijamente y le pedían que no tuviera miedo. Entonces sus blanquísimos brazos se alzaron y Erin avanzó hacia ellos, sin temor ni dudas, movida por su afán de saber y de conocer. Levantó una mano y trató de tocarla pero, repentinamente, el escenario en el que se hallaba cambió bruscamente y se vio envuelta en otros brazos, éstos fuertes y robustos, acogedores y sólidos, los brazos de Neil Parrish. Había paredes de madera a su alrededor, y el fuego de una chimenea crepitaba en un rincón, y Neil le decía que no preocupara por nada, que él estaba a su lado para protegerla y amarla. Pero su voz sonaba diferente, era una voz áspera y rígida la que le hablaba, era la voz de su padre. Erin alzó la cabeza hacia Neil y le miró con los ojos prendidos de confusión y, de repente, el rostro amable del hombre se transformó paulatinamente en el semblante severo de Wayne Mathews. Ya no la abrazaba, la miraba con ira e infinita inquina. Ahora estaba en su despacho, con una caja de cartón sobre la mesa en la que guardaba objetos que recogía de su mesa. Su padre señalaba la puerta con el brazo extendido y le pedía que se marchara y que nunca más volviera. Los ojos se le salían de las órbitas. Erin agachaba la cabeza, con la caja apretada contra el pecho agitado, y recorría el camino hacia la salida con las rodillas temblando a cada paso que daba. En el ascensor Alice le tendía la mano, y sus dedos cálidos y amorosos se cerraban en torno a los suyos. Su hermana también cargaba con una caja de cartón de la que asomaba un cuadro plateado que enmarcaba una fotografía muy hermosa de ambas. Pero cuando el recorrido del ascensor llegó a su fin, los dedos de Alice se desprendieron de los suyos y, de repente, ella ya no estaba a su lado, había desaparecido entre la afluencia de gente que transitaba por el vestíbulo de la torre Sears.
Con la caja pegada a su cuerpo, Erin corría sin aliento y se hacía paso entre todas aquellas personas desconocidas buscando a Alice sin encontrarla, atrapada en un terror atroz propio de una pesadilla. Halló el retrato de Alice roto a sus pies, con los vidrios punzantes teñidos de sangre y desparramados por el suelo. Los ojos se le cubrieron de lágrimas y todo se cubrió de tinieblas.
Jadeos. Un cuerpo grande y desnudo, hermoso como el de un Dios, oscilaba suavemente sobre el de ella y, bajo el suyo, una superficie blanda y mullida les acogía. Erin alzaba las caderas buscando las suyas, implorante y deseosa, aturdida por la intensidad de su gozo y por el placer que él le proporcionaba. Susurró su nombre en las tinieblas. Neil. Unos labios masculinos descendieron y la besaron y su lengua tocó la suya. Entre sus dedos femeninos quedaron atrapados mechones de sus largos cabellos, más dorados que negros, y unos ojos azules la miraron burlones e hirientes, pero nublados de pasión. No era Neil Parrish quien le hacía el amor. El hombre que fundía sus entrañas y le ofrecía el placer más intenso y desgarrador que hubiera sentido jamás, era Jesse Gardner.
Aturdida por su descubrimiento abrió los labios, pero Gardner se tragó su protesta aplastándolos con los suyos. Y luego saltó al vacío aferrada a él, en una espiral que les engulló y les hizo girar y girar, una y otra vez.Erin dio un respingo y sus párpados se abrieron a la claridad del día.




Senderos©MarCarrión2010

sábado, 1 de mayo de 2010

Regresa a mí

Es el título de un relato corto que escribí hace unas semanas aprovechando un pequeño parón que hice con la novela en la que estoy trabajando ahora. Nunca me ha gustado escribir relatos cortos, demasiado que decir en muy poco espacio, pero ¡¡le he cogido el gustillo!! y viene bien para desconectar unos días.

Espero que os guste.



Sara sintió un frío glacial cuando Andrés estampó su firma en los papeles del divorcio. No fue una acción inmediata, antes la miró con una profunda consternación. Sara sostuvo su mirada atribulada y las emociones la zarandearon.
Andrés deslizó los papeles por encima de la mesa y se los hizo llegar. Era su turno. El abogado estaba pendiente de ella y, con gesto automático, Sara cogió el bolígrafo. Contempló su firma y el recuadro todavía en blanco sobre el que ella tenía que estampar la suya. Apoyó la punta del bolígrafo en el papel pero su mano quedó inerte, como si estuviera desvinculada del resto de su cuerpo. Sara sintió nauseas y una vaga sensación de mareo.
Necesitaba un momento a solas.
Soltó el bolígrafo y se puso en pie.
—Regreso en un instante.
Casi salió corriendo del despacho. Cruzó el pasillo y se paró frente al ascensor. Luego bajó al vestíbulo y salió a la calle. Sara aspiró profundamente el viento de finales de marzo una y otra vez, hasta que su corazón recuperó su ritmo usual y las nauseas se desvanecieron. Tenía que regresar arriba, pero, en lugar de subir, cruzó la calle y se adentró en el parque.
Tomó asiento en un banco y sus ojos vagaron con repentina nostalgia sobre los árboles y setos que la rodeaban. La primavera florecía a su alrededor pero su corazón estaba marchito y sin vida.
Andrés accedió al parque. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de los pantalones y su expresión no había variado. Sara sabía que estaba sufriendo con todo aquello, aunque ella sólo se había preocupado de su propio sufrimiento.
Se acercó y tomó asiento a su lado. La miró un momento y percibió su nerviosismo, que emanaba de todos los poros de su piel. Después contempló el jardín que ya florecía.
—¿No fue aquí mismo donde nos conocimos? —preguntó Andrés.
—Parece que haya pasado un siglo.
—Sólo siete años —dijo con la voz tranquila —Tú llevabas el pelo suelto y un vestido azul. Estabas preciosa. Akyra olfateaba aquellos arbustos de allí y Goofy se puso nervioso nada más verla. Creo que yo también me puse nervioso cuando te vi a ti.
Así fue como se conocieron, mientras paseaban por el parque con sus respectivos perros. Aquella tarde charlaron durante largo rato, al principio sobre Akyra y Goofy, luego sobre otros muchos temas. Hasta que la noche se les echó encima y abandonaron el parque. Intercambiaron números de teléfono y se pasaron los dos siguientes años amándose locamente. Sí, el de ambos había sido un amor desmedido, perfecto, glorioso… y el matrimonio lo consolidó, lo hizo más fuerte. Cuatro años después, Sara quedó embarazada, lo tenían todo en la vida. Pero un revés del destino quiso que lo perdieran todo.
Sucedió en su séptimo mes de embarazo. Conducían por las afueras de Albacete en dirección a la ciudad. Regresaban a casa tras pasar un puente en la playa cuando un camión se saltó un stop y les embistió por el lado del copiloto, donde estaba sentada Sara.
Las consecuencias fueron nefastas. Sara no sólo perdió al bebé sino que también perdió toda posibilidad de volver a concebir. Y no lo superó.
Sara cayó en una profunda depresión y responsabilizó a Andrés de lo sucedido, pero él siempre estuvo a su lado, arrinconando su propio dolor para ocuparse del de Sara. Jamás se vino abajo, luchó por salir adelante junto a ella, era la mujer de su vida y estaba dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta, a hacer cuanto estuviera en su mano para afrontar y asimilar la dura prueba que el destino había puesto en su camino. Pero ella jamás tomó su mano y, pocos meses después, le echó de su lado.
Sara se fue a vivir a casa de sus padres y luego le pidió el divorcio. Él no quería divorciarse, la quería con toda su alma y no era de los que se rendían con facilidad, pero Sara ya no le quería a su lado. Alguien le dijo una vez que, si de verdad la amaba, tenía que dejarla marchar. Tras agotar todos los recursos y quedarse sin armas para continuar luchando, Andrés arrojó la toalla.
Y por eso estaban allí.
—No puedo hacerlo —murmuró Sara, tras un breve silencio en el que quedó suspendida en el recuerdo —Andrés la miró con la esperanza reflejada en los ojos y la dejó continuar —No puedo firmar los papeles. Se supone que la gente se divorcia cuando deja de amarse y yo… —los ojos se le anegaron en lágrimas —Todavía estoy enamorada de ti.
Andrés posó la mano sobre la de Sara y la apretó con suavidad. Luego aspiró el aire lentamente.
—No tienes que firmarlos —Dios, cómo deseaba que no lo hiciera, lo deseaba más que nada en el mundo —Yo también te quiero, nunca he dejado de hacerlo —las lágrimas resbalaron por las mejillas de Sara y Andrés la tomó por la barbilla para obligarla a que le mirara —Destruyamos esos papeles y volvamos a intentarlo. Sé que podemos hacerlo.
Ella se mordió el labio inferior.
—Cuando te he visto firmar casi me muero de miedo. No me he dado cuenta hasta ese momento de que no puedo vivir sin ti —la voz se le ahogó —Perdóname.
—Tú no has hecho nada.
—Te aparté de mi lado, te responsabilicé de lo sucedido.
—Pertenece al pasado. Nada de eso importa ya —se llevó la mano de Sara a los labios y la besó —Vuelve conmigo a casa.
Sara asintió lentamente y a Andrés le invadió un enorme entusiasmo. Deseaba abrazarla, besarla, prometerle que esta vez sería diferente y que jamás volvería a rendirse, pero fue Sara quién se anticipó y buscó el cobijo de sus brazos. Él le besó en la cabeza y ella apretó el rostro contra su cuello. Dejaron pasar los minutos, arropados en la calidez de su amor y, a su debido momento, abandonaron el parque cogidos de la mano.
-Fin-
Regresaamí©MarCarrión2010